Por: MANUEL E. YEPE
“No obstante el impresionante marco jurídico e institucional establecido para impedir la tortura, ésta sigue siendo una práctica ampliamente tolerada o incluso utilizada por los gobiernos, y todavía existe impunidad para sus perpetradores”.
Así lo admitió el Secretario General de las Naciones Unidas en el llamamiento que, como cada año, emite la organización mundial desde que la Asamblea General, en su resolución 52/149 de 12 de diciembre de 1997, proclamó el 26 de junio como Día Internacional de apoyo a las víctimas de la tortura.
Por mucho tiempo se atribuyó un origen autóctono a la práctica tan extendida y uniforme de métodos represivos crueles, en especial la tortura de detenidos, en las cárceles y cuarteles militares de América Latina, durante la segunda mitad del pasado siglo.
Hoy nadie duda de dónde partieron las acciones y conceptos que divorciaron a los pueblos latinoamericanos de sus soldados y convirtieron a la tortura en práctica cotidiana contra los pueblos.
Cuando trascendieron a la opinión pública internacional las noticias -fotos incluidas- sobre torturas y otros tratos inhumanos contra prisioneros que las fuerzas armadas de Estados Unidos venían aplicando en las cárceles de Irak y en el centro de detención de sospechosos que tienen en la zona de la bahía de Guantánamo que ilegalmente ocupan en Cuba, comenzaron a ganar crédito las viejas denuncias que señalan el origen del fenómeno en la Escuela de la Américas establecida en 1946, en Panamá.
Por aquella época, en 1947, se creó también la CIA, Agencia Central de Inteligencia, tenebrosa organización criminal oficial del gobierno de los Estados Unidos que ha escrito en la región, y en el mundo, una de las más sucias historias de abuso, barbarie y terror que haya conocido la humanidad.
Hasta 1963, la Escuela de las Américas se denominó División Terrestre del Centro Latinoamericano de Adiestramiento (Latin American Training Center - Ground Division), y debía servir para el entrenamiento de los dirigentes militares actuantes y la formación de los nuevos líderes que requirieran los ejércitos del continente.
A partir del triunfo de la revolución cubana en 1959, la Escuela de las Américas asumió una responsabilidad más precisa, emanada del fracaso que lo ocurrido en la isla había representado para la estrategia que el centro encarnaba: ahora debía servir para entrenar los cuadros llamados a evitar que el ejemplo cubano se extendiera por el continente.
El espacio para la “democracia representativa” disminuyó sensiblemente y la implantación de dictaduras militares proliferó por toda América Latina. No se respetaron tradiciones democráticas como las de Chile y Uruguay, ni las dimensiones de mega naciones como Argentina y Brasil.
A la Escuela de las Américas correspondió un importante papel en esta política de mano dura que tuvo su expresión más tétrica en la “Operación Cóndor”, a la que aportó la preparación de cuadros, la organización de escuadrones de la muerte contra insurgentes y el diseño de técnicas de interrogatorio y torturas.
Varios dictadores, jefes de policía y torturadores connotados que jugaron destacados papeles en la Operación Cóndor procedían de la Escuela de las Américas. Muchos de sus profesores y asesores participaron en esa guerra sucia contra Latinoamérica.
En 1984 la Escuela de las Américas fue trasladada al Fuerte Benning, en Columbus, Georgia, a raíz los acuerdos Torrijos-Carter y la firma del Tratado del Canal de Panamá.
En el año 2001, a causa del gigantesco volumen de denuncias que desde 1999 venían llegando al Congreso estadounidense por el contenido de los manuales de tortura con que se entrenaban los estudiantes de la Escuela de Las Américas, le fue denegado el permiso para operar a la Escuela.
El Pentágono “disciplinadamente” cambió el nombre a la institución, que pasó a llamarse Instituto de Cooperación para la Seguridad del Hemisferio Occidental (Western Hemisphere Institute for Security Cooperation) y efectuó algunos cambios cosméticos llamados a disimular los aspectos más graves de las violaciones de los derechos humanos que allí tenían lugar.
Hoy existe un debate en Norteamérica acerca de si los casos de torturas en las cárceles secretas deben ser tratados como información confidencial y el mundo está presenciando el insólito hecho de que Richard Cheney, vicepresidente de la nación hasta hace pocos meses, defienda abiertamente el uso de la tortura contra prisioneros e incluso pida mayor publicidad para los logros que derivan para el país de esos tratos inhumanos, a fin de procurar una mayor aceptación popular para esos tormentos.
Más allá de la denuncia y la protesta contra el fenómeno, el mundo debía también preocuparse por salvar a otra víctima de la tortura: la población estadounidense, que está siendo degradada moralmente por intermedio de la multitud de jóvenes soldados de esa nación que son obligados a aplicar suplicios a otros seres humanos, o entrenados para ello.
“No obstante el impresionante marco jurídico e institucional establecido para impedir la tortura, ésta sigue siendo una práctica ampliamente tolerada o incluso utilizada por los gobiernos, y todavía existe impunidad para sus perpetradores”.
Así lo admitió el Secretario General de las Naciones Unidas en el llamamiento que, como cada año, emite la organización mundial desde que la Asamblea General, en su resolución 52/149 de 12 de diciembre de 1997, proclamó el 26 de junio como Día Internacional de apoyo a las víctimas de la tortura.
Por mucho tiempo se atribuyó un origen autóctono a la práctica tan extendida y uniforme de métodos represivos crueles, en especial la tortura de detenidos, en las cárceles y cuarteles militares de América Latina, durante la segunda mitad del pasado siglo.
Hoy nadie duda de dónde partieron las acciones y conceptos que divorciaron a los pueblos latinoamericanos de sus soldados y convirtieron a la tortura en práctica cotidiana contra los pueblos.
Cuando trascendieron a la opinión pública internacional las noticias -fotos incluidas- sobre torturas y otros tratos inhumanos contra prisioneros que las fuerzas armadas de Estados Unidos venían aplicando en las cárceles de Irak y en el centro de detención de sospechosos que tienen en la zona de la bahía de Guantánamo que ilegalmente ocupan en Cuba, comenzaron a ganar crédito las viejas denuncias que señalan el origen del fenómeno en la Escuela de la Américas establecida en 1946, en Panamá.
Por aquella época, en 1947, se creó también la CIA, Agencia Central de Inteligencia, tenebrosa organización criminal oficial del gobierno de los Estados Unidos que ha escrito en la región, y en el mundo, una de las más sucias historias de abuso, barbarie y terror que haya conocido la humanidad.
Hasta 1963, la Escuela de las Américas se denominó División Terrestre del Centro Latinoamericano de Adiestramiento (Latin American Training Center - Ground Division), y debía servir para el entrenamiento de los dirigentes militares actuantes y la formación de los nuevos líderes que requirieran los ejércitos del continente.
A partir del triunfo de la revolución cubana en 1959, la Escuela de las Américas asumió una responsabilidad más precisa, emanada del fracaso que lo ocurrido en la isla había representado para la estrategia que el centro encarnaba: ahora debía servir para entrenar los cuadros llamados a evitar que el ejemplo cubano se extendiera por el continente.
El espacio para la “democracia representativa” disminuyó sensiblemente y la implantación de dictaduras militares proliferó por toda América Latina. No se respetaron tradiciones democráticas como las de Chile y Uruguay, ni las dimensiones de mega naciones como Argentina y Brasil.
A la Escuela de las Américas correspondió un importante papel en esta política de mano dura que tuvo su expresión más tétrica en la “Operación Cóndor”, a la que aportó la preparación de cuadros, la organización de escuadrones de la muerte contra insurgentes y el diseño de técnicas de interrogatorio y torturas.
Varios dictadores, jefes de policía y torturadores connotados que jugaron destacados papeles en la Operación Cóndor procedían de la Escuela de las Américas. Muchos de sus profesores y asesores participaron en esa guerra sucia contra Latinoamérica.
En 1984 la Escuela de las Américas fue trasladada al Fuerte Benning, en Columbus, Georgia, a raíz los acuerdos Torrijos-Carter y la firma del Tratado del Canal de Panamá.
En el año 2001, a causa del gigantesco volumen de denuncias que desde 1999 venían llegando al Congreso estadounidense por el contenido de los manuales de tortura con que se entrenaban los estudiantes de la Escuela de Las Américas, le fue denegado el permiso para operar a la Escuela.
El Pentágono “disciplinadamente” cambió el nombre a la institución, que pasó a llamarse Instituto de Cooperación para la Seguridad del Hemisferio Occidental (Western Hemisphere Institute for Security Cooperation) y efectuó algunos cambios cosméticos llamados a disimular los aspectos más graves de las violaciones de los derechos humanos que allí tenían lugar.
Hoy existe un debate en Norteamérica acerca de si los casos de torturas en las cárceles secretas deben ser tratados como información confidencial y el mundo está presenciando el insólito hecho de que Richard Cheney, vicepresidente de la nación hasta hace pocos meses, defienda abiertamente el uso de la tortura contra prisioneros e incluso pida mayor publicidad para los logros que derivan para el país de esos tratos inhumanos, a fin de procurar una mayor aceptación popular para esos tormentos.
Más allá de la denuncia y la protesta contra el fenómeno, el mundo debía también preocuparse por salvar a otra víctima de la tortura: la población estadounidense, que está siendo degradada moralmente por intermedio de la multitud de jóvenes soldados de esa nación que son obligados a aplicar suplicios a otros seres humanos, o entrenados para ello.
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