lunes

Narrativas del miedo. Sobre la construcción de la amenaza islamista en Barcelona

Tengo un amigo en la Guardia Civil que me llamó y me dijo: «Mira, sabemos que Tariq ha tenido ese problema, y así [...] Sabemos que ha tenido un problema de terrorismo». Yo le dije: «Amigo mío, mi cuñado no es un terrorista». Luego me dijo si le podía ayudar, pues él estaba al tanto de ese tipo de cosas. Entonces yo le dije que no había ningún problema, que podía venir cuando quisiera porque, le repetí, mi cuñado no era terrorista. «OK, entonces llegaremos a las 7 de la tarde, más o menos» [...] Cuando vinieron, mi amigo estaba entre ellos, entre los tres que vinieron. Pertenecían a la Guardia Civil. Entraron aquí, en mi casa, y empezaron a registrarlo todo, especialmente la habitación donde dormía Tariq. Encontraron dos mochilas, que estaban llenas de ropa y se llevaron una de ellas [...] Si mi cuñado hubiera tenido una lista de objetivos, o un montón de dinero, como medio millón de dólares o así, incluso yo hubiera pensado que era terrorista, pero es que no tenía nada [...] Todo esto es simplemente un cuento.i

En un proceso judicial abierto, las declaraciones más o menos encendidas de inocencia se dan casi por descontadas cuando es un pariente el que las realiza. Se presupone que su vínculo con el imputado condiciona su discernimiento hasta el punto de ser, al menos la mayoría de las veces, incapaz de inculparlo. En cierto modo, el parentesco subraya la falta de credibilidad del testimonio, pues se supone que aquél desea ante todo convencerse a sí mismo de la falta de responsabilidad de su familiar. Por ello nos resulta comprensible una afirmación como la que abre este artículo, a saber, la convicción de que la operación contra el terrorismo islámico que tuvo lugar en los barrios del Raval y la Ribera el pasado 19 de marzo de 2008 fue una fabulación, un simple montaje. Comprensivos ante la perspectiva defendida por los familiares, no tenemos sin embargo razones para sentirnos tranquilos, pues ¿acaso el problema con los terroristas no es, precisamente, que se trata de personas perfectamente normales? ¿No es cierto que un buen número de veces son sus parientes más allegados —primos, hermanos, cuñados— quienes menos sospechan de ellos? Si los afectos nos vuelven ingenuos, o si es simplemente la voluntad de protección de nuestra familia la que nos impele al perjurio, ¿no resulta lógico que perciban la acusación como un cuento, una conspiración o una pesadilla?

Si se trata de una pesadilla, es en todo caso colectiva. Por ahí comienzan las dudas. En las jornadas siguientes a la acción policial contra catorce ciudadanos de origen indio y pakistaní, todos ellos de confesión musulmana, que tuvo lugar el 19 de enero de 2008, sorprendía la unanimidad con la que los vecinos del Raval pertenecientes a la misma confesión afirmaban la inocencia de los acusados. Aunque entre algunos sectores influyentes de la comunidad pakistaní se pedía, con el consabido ritornello, máximo respeto por el trabajo de las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, en general se consideraba imposible que esas personas, algunas de las cuales eran vecinos sumamente conocidos del barrio, hubieran pretendido cometer un atentado mortífero contra los transportes públicos de la ciudad de Barcelona, tal y como anunciaban los medios de comunicación tras la ceremonia de confusión inicialii. En ese sentido, incluso los vecinos más cautos se pronunciaban a favor de la tesis conspirativa, y desde el día 20 de enero se destacaba la inconsistencia del testimonio protegido, corrían rumores en torno a la implicación de los servicios secretos pakistaníes, y se subrayaba la coincidencia de la acción policial con la visita del general Musharraf a Europa. En el esfuerzo por arrojar sentido sobre una acción que nadie parecía comprender, buena parte de la comunidad musulmana del Raval se decantaba por la idea de que, en efecto, nos hallábamos ante la puesta en marcha de una ficción más o menos cuidada en la que el protagonismo no correspondía a tal o cual personaje concreto —el bondadoso pastelero de la calle Hospital, el honrado imam padre de cuatro niñas pequeñas, el joven y entusiasta empresario dispuesto a exportar aceite de oliva a la India, etc.—, sino a la comunidad musulmana en su conjunto. Rendidos o indignados, cabizbajos o tensos, sin apenas levantar la voz o con la vehemencia de quien se siente injustamente tratado, muchos residentes musulmanes —y no musulmanes— del Raval sentían que el único motivo que había provocado la detención de sus vecinos era su condición de musulmanes. En este sentido, algunos de ellos percibían que, de hecho, el juicio ya se había celebrado; tal y como me relató, con frustrada resignación, un joven de origen pakistaní en los días siguientes, la operación policial «se había cargado, de golpe, diez años de diálogo interreligioso en el barrio del Raval».

Puede objetarse que la convicción de enfrentarse a un proceso abierto contra los miembros de una confesión religiosa en su conjunto constituye una especie de alucinación colectiva. A las dificultades económicas que atraviesan, y la explotación laboral de que son objeto por su condición —aún mayoritaria— de emigrantes, los ciudadanos musulmanes añaden la marginación experimentada en el momento en que tratan de efectuar sus prácticas religiosas en una esfera pública secularizada. Convertidos así en minoría religiosa, la comunidad se replegaría sobre sí misma con el fin de garantizar un mínimo de seguridad y confort, recreando un escenario familiar —y forzosamente idealizado— presidido por los valores y símbolos de la religión musulmana. En esa situación potencial de esquismogénesis (Bateson), la amenaza de ser objeto de persecución se convertiría en lo que Gabriele Marranci define como un acto de identidad, esto es, proporcionaría la retórica emocional necesaria para dar estabilidad al proceso de formación de la identidad de los miembros de esa minoría religiosaiii. En otras palabras, la victimización ofrecería un pretexto semántico para consolidar las solidaridades en el seno del grupo. La idea es, cuando menos, verosímil.

Sin embargo, esa argumentación presupone —y casi justifica piadosamente— que los afectados son poco menos que prisioneros de una subjetividad en conflicto que les sobrepasa y que nubla su juicio. Al atribuir esa manía persecutoria a las turbulencias de la psique de unos emigrantes que tratan afanosamente de dar sentido a sus vidas, ese razonamiento evita enfrentarse a la terquedad con la que los afectados relatan los hechos que justifican sus convicciones. Ahora bien, más allá de su verosimilitud lógica, la credibilidad de esas grandes argumentaciones debe, en primer lugar, acreditarse en la secuencia de los hechos que teóricamente explican. Por ello, a modo de contraste, nada más adecuado que detenerse en algunos de los relatos de los propios afectados, de los familiares directos de los detenidos a causa de la operación policial del 19 de enero, y comprobar si la victimización es un efecto óptico, un espejismo de individuos extraviados o bien el fruto amargo de la acumulación de evidencias.



II



Uno de los indicios que levantan más sospechas es la cuestión de los registros domiciliarios. En algunos casos, como el de la vivienda de Mirzah Maaruf, éstos se llevaron a cabo en las horas inmediatamente posteriores a la detención y sin más contratiempos. Sin embargo, en el caso de Muhammad Tariq, trabajador contratado por la empresa de limpieza de Transports Metropolitans de Barcelona —y, por su particular posición, responsable del operativo que debía permitir atentar contra la red de transporte de la ciudad—, el registro se efectuó alrededor de dos semanas más tarde, según los testimonios de su hermana y cuñado, que viven con él. De hecho, la Guardia Civil, que según parece —tal y como se menciona en el relato inicial— desconocía el domicilio de Muhammad Tariq, tuvo que solicitar esa información al propio cuñado del detenido. Aun admitiendo que esa demanda de información era puramente retórica, y que la Guardia Civil sabía perfectamente dónde vivía Tariq, el hecho de desplazarse a la vivienda de uno de los miembros más significativos de la supuesta célula terrorista a las dos semanas de haber efectuado la detención supone la vulneración del más elemental código de investigación policial. Persuadidos del deber de protección que una hermana debe prestar, y para evitar que ésta pudiera eventualmente destruir toda huella que incriminase a su hermano, los investigadores deberían haber visitado ese domicilio en las horas inmediatamente posteriores, antes de que se tuviera noticia de la operación, para proceder al registro. Sirva decir aquí, de paso, que los parientes de Muhammad Tariq declaran no haber visto en ningún momento la autorización judicial de registro domiciliario en manos de los investigadores que accedieron a su casa.

Esa falta de celo, cuando no directamente incompetencia, en las labores de investigación, sólo es explicable como consecuencia de una flagrante improvisación o, peor aún, por el convencimiento policial de que no se iba a encontrar nada en dicho registro. Sin embargo, esa suerte de indolencia quedaba compensada por un exceso de diligencia en otros casos. Ante todo, en la puesta en marcha del operativo que condujo a la detención de los presuntos miembros de la célula la misma noche del 19 de enero, cuando, según se afirma a instancias de la delación incontenible del testigo protegido, se procedió al arresto de un grupo que pretendía actuar «de manera inminente» contra algún objetivo de la ciudad. Una inminencia en los preparativos que, conviene recordarlo, no queda en absoluto confirmada por el sumario, en el que se destaca entre otras cosas la imposibilidad de cometer un atentado importante con el material incautado. Pero el celo preventivo de los cuerpos de seguridad cuenta con otros ejemplos notables en este caso; uno de ellos, en particular, sucedió con ocasión de la detención provisional de dos periodistas de Geo TV, un importante canal de televisión pakistaní, que habían venido a Barcelona a cubrir la noticia de la redada contra una presunta célula terrorista formada en su mayor parte por compatriotas. Éste es, en síntesis, el testimonio de uno de los miembros del equipo, que reside en Barcelona y que hizo las veces de logista:



Javed Qamal, el responsable de GEO TV para Italia, llegó aquí el 26 de enero de 2008. Fui a buscarle al aeropuerto. Estuvimos trabajando tres días, hasta el día 28 de enero, porque el día 29 Qamal debía volver a Italia. Me llamó el día 24 o 25, interesado por la historia que había sucedido en el Raval; quería venir a Barcelona, y finalmente lo hizo el día 26, casi a las 10 de la mañana. Juntos, nos fuimos a la mezquita de Tariq ibn Ziyad, y allí entrevistamos al hijo de Ayub, en la pastelería que se encuentra junto a la mezquita [...] Allí, alguien nos dijo que había personas que nos vigilaban [...] cuando estábamos en la puerta de la mezquita de Tariq ibn Ziyad, pero no los vimos. Según parece, se trataba de policías sin ropas [esto es, de paisano]. Grabamos a uno de los jóvenes que la policía liberó a los pocos días. Como estaba libre, le hicimos algunas preguntas [...] Recuerdo que nos dijo que la policía, cuando entró en la mezquita, no respetó los libros del Corán, así que nosotros fuimos a Tariq ibn Ziyad y grabamos todos los coranes, etc. [...] Estuvimos grabando durante tres días: el día 26 en casa de Ayub, el día 27 estuvimos en casa de Maaruf, con su mujer y sus niñas, y después, el último día fuimos a la mezquita Ayub Ansari, donde se habían realizado la mayor parte de las detenciones. Cuando ya nos íbamos, el tercer día, y habíamos entrado en el metro, tres o cuatro personas entraron detrás de nosotros, y sin decir nada ni pagar billete, cogieron a Qamal y le esposaron, mientras dos de ellos se quedaban hablando conmigo, diciéndome que no podía entrar con la cámara en el metro. Yo pregunté por qué, y les dije que tenía permiso de residencia, que vivía en Badalona, y que no había ningún problema. Me mandaron callar, y cuando me di cuenta, vi que se habían llevado a mi amigo. A mí me tenían vigilado con dos perros. Es la primera vez en mi estancia en España que sentí miedo de verdad [...] Toda la policía era secreta [...] Yo permanecí todo el tiempo abajo, en el metro, durante casi dos horas [...] Yo pensaba que España es un país buenísimo, con mucha libertad, donde no te tocan, ni te roban nada. Pero no he olvidado nada de lo que pasó el 28 de enero de 2008 [...] Qamal tenía dos cintas, y yo tenía 2 más en mis bolsillos. Cogieron todas las cintas, y nos preguntaron por qué habíamos estado grabando en las dos mezquitas. Sabían perfectamente dçonde habíamos estado en los tres días. A mi amigo le preguntaron por qué vivía en Italia, y según me contó después él sólo repetía que no hablaba español, sino italiano [...] Él estuvo todo el tiempo retenido en un coche [...] Cogieron las cintas y con un imán lo borraron todo.iv

Vistas así las cosas, la combinación del entusiasmo mostrado a la hora de eliminar testimonios incómodos con una injustificada dejadez en la búsqueda de pruebas inculpatorias provoca una cierta perplejidad. Y no son en modo alguno las únicas debilidades del caso. En este mismo libro, la contribución de Benet Salellas, abogado de la causa, ofrece un buen número de ellas, por lo que no es preciso insistir en este punto. Lo que sí quiero destacar es que la acumulación de esas evidencias, que se suman al terreno trillado por las anteriores operaciones policiales organizadas contra el terrorismo islámico en Barcelona, justifican, al menos a ojos de buena parte de los miembros de la comunidad musulmana de la ciudad, la convicción de que parece existir un proceso abierto contra la religión musulmana en el que prima la amenaza y la alarma por encima de la propia consistencia de las pruebas. Esas acusaciones preventivas, que actúan como auténticas epifanías de un mal difuso y omnipresente, presentan una extraordinaria potencia inculpatoria, pero al precio de sustraerse a la contingencia de los hechos que teóricamente las avalan. Como un conjuro efectista obrado por un chamán experto, el exceso de sentido aportado por la narrativa de la acusación desborda los simples hechos hasta devorarlos.



III



Evidentemente, esas operaciones quedan de inmediato justificadas por la necesidad de aplicar políticas de prevención del delito. Lo destacan siempre quienes, de un modo u otro, tienen responsabilidades sobre dicha aplicación. A primera vista, el argumento es inapelable: se trata de proteger a la ciudadanía de las múltiples amenazas que la acechan. En efecto, entre los síntomas que parecen emerger en las últimas décadas en las sociedades del capitalismo tardío destaca la percepción, cada vez más generalizada, de que los riesgos que debemos afrontar se han multiplicado o han aumentado su intensidad hasta extremos desconocidos. El colapso ecológico, la crisis energética, el peligro de que una pandemia se abata sobre una sociedad administrada desde la profilaxis, la excrecencia del terrorismo, etc.; aparentemente, una serie de contingencias aguardan las condiciones de madurez adecuadas para asaltar el cuerpo social; y es lógico que, en esas condiciones, el aparato del Estado despliegue sus instrumentos de vigilancia y acción inmediata para librarnos en parte de esas amenazas, marcadas por el signo de la imprevisibilidad y la incertidumbre. Como corolario de la pulsión securitaria, se cometen ciertos abusos; en ocasiones, las medidas son desproporcionadas, pero ése es, se nos trata de convencer, el precio que debemos pagar si queremos garantizar una cierta sensación de confianza.

Sin embargo, la obsesión por la seguridad parece más el producto de una representación progresivamente neurótica del orden social que la respuesta proporcional a una creciente situación de peligro. En este sentido, el diagnóstico que Ulrich Beck y otros hicieran para describir las lógicas dominantes en el capitalismo tardío me parece bastante exacto. Como consecuencia de los desarrollos industriales y de la conciencia adquirida por el hombre de que los efectos ecológicos y sanitarios de esa expansión industrial no tienen precedentes, se impone progresivamente una percepción generalizada de los riesgos que corremos —percepción que no sólo no detiene la lógica productiva, sino que le otorga un nuevo impulso por medio de la aparición de las empresas dedicadas al tratamiento de residuos y de la descontaminación, el surgimiento de lo que Gold y Revill definen como paisajes de defensav, etc.—, y que se proyecta sobre el futuro como el modelo social anterior lo hacía sobre el pasado. Un futuro que cierne sus incógnitas sobre la propia representación de lo social, concebido en consecuencia desde el prisma de la crisis y la fractura:



En lugar del sistema axiológico de la sociedad «desigual» aparece, pues, el sistema axiológico de la sociedad insegura. Mientras que la utopía de la igualdad contiene una multitud de fines positivos de los cambios sociales, la utopía de la seguridad es peculiarmente negativa y defensiva: en el fondo, aquí ya no se trata de alcanzar algo «bueno», sino sólo de evitar lo peor. El sueño de la sociedad de clases significa que todos quieren y deben participar del pastel. El objetivo de la sociedad del riesgo es que todos han de ser protegidos del veneno.vi



Una utopía negativa que en esencia trataría de minimizar —que no eliminar— los costes de una serie de peligros cuyos efectos, más pronto o más tarde, se antojan inevitables. No obstante, una de las sorpresas más inquietantes que arroja esa representación de lo social rendida a un fracaso que se percibe inexorable es precisamente la amplificación que efectúa de las amenazas que se ciernen sobre los ciudadanos, cómo produce una serie de narrativas del miedo (una ecología del miedo, diría Mike Davis) que comportan una auténtica inflación de sentido, desproporcionada respecto a los que podríamos definir como sus condiciones objetivas. Así, por ejemplo, las narrativas en torno a la amenaza del terrorismo yihadista, ubicuas desde el 11-S y la puesta en marcha de la «guerra contra el terror», resultan desmedidas si nos atenemos a la fría precisión de las estadísticas. Incluso en el infausto año 2001, cuando las víctimas mortales atribuibles al terrorismo de corte islámico alcanzaron la cifra de 2.500 personas, simplemente las muertes imputables al SIDA en los Estados Unidos llegaron a 14.000vii. Por lo visto, es evidente que no todas las muertes tienen el mismo peso simbólico; si efectuamos un recuento de las víctimas civiles —incluidos los «daños colaterales»— que se han producido en Irak desde la invasión, la cifra alcanza probablemente las 100.000 personasviii. Sin embargo, mientras la «guerra contra el terror» inflama las retóricas securitarias que nos envuelven, monopoliza seminarios y encuentros internacionales, condiciona en fin la política mundial, la otra «guerra», la guerra convencional de ocupación, no suscita representaciones tan poderosas. El caso de Cataluña es, también en este sentido, paradigmático: como señalan en este volumen Albert Martínez y David Fernàndez, Cataluña, que a tenor de las opiniones de un influyente think tank español como el Real Instituto Elcano se halla en «el centro del yihadismo en Europa», ha sido escenario de la mayor parte de las operaciones policiales desencadenadas contra el terrorismo yihadista en España desde 2004 sin que en ella se haya producido un solo atentado. ¿Feliz coincidencia, signo de la eficacia de las políticas preventivas o, por el contrario, efecto perverso de los discursos inflamados por el miedo?

En mi opinión, ni es una coincidencia ni tampoco un signo de eficacia. Lo que pretendo señalar es que la creciente preocupación por la amenaza del llamado «terrorismo yihadista» sólo adquiere pleno sentido cuando la contextualizamos en el interior de una representación de lo social que da por descontado el fracaso de todo proyecto de reforma, y asume como condición natural de la ciudadanía lo que Peter Marcuse define como el estado de «inseguridad existencial»ix. A diferencia de la «inseguridad ontológica», que describiría un miedo ante lo inexorable (la muerte), en ese nuevo estado de cosas nos hallaríamos ante amenazas que se perciben como evitables, pero cuya imprevisibilidad e indefinición provocan una suerte de ansiedad crónica que justifica unas políticas de prevención concebidas más como instrumento de sedación de la ciudadanía que como una solución a sus problemas.

En palabras de Marcuse, afrontamos el «sentido psicológico de un peligro omnipresente»x e informe. Nuestra propia representación de la alteridad, del Otro, refleja ese cambio de tercio. Mientras los desviados de la Modernidad aparecían como una minoría diferente (el drogadicto, el enfermo mental, el criminal), destacados con nitidez sobre el fondo mayoritario de un cuerpo social confiado en sus posibilidades de reinserción, el desviado de la Modernidad tardía se reproduce, se diluye en la multitud y, sobre todo, se mimetiza, se vuelve peligrosamente anónimo. Ya no nos imaginamos a los emigrantes encerrados en un gueto, segregados de una mayoría social «normalizada», sino que creemos distinguirlos por todas partes, como una invasión que convierte en minoritaria nuestra propia normalidadxi. Y en el interior de esa masa amenazante, los terroristas se nos antojan camuflados en su aparente banalidad, inofensivos a simple vista. Si uno lee toda una literatura apologética de los discursos preventivos que ha proliferado en los últimos años, y a la que quisiera volver más tarde, los «terroristas yihadistas» se ampararían en su «mimetismo social»xii con los miembros de la comunidad musulmana, cuya permeabilidad a la presencia intrusiva de esos radicales violentos es, dicho sea de paso, signo de una connivencia tácita. Con todo, ciertas apariencias externas pueden interpretarse como indicios de una radicalización y militancia yihadista: el pelo de la cabeza rasurado al uno, las uñas particularmente recortadas, la pérdida de peso como consecuencia del cambio de hábitos alimenticios y, por supuesto, una larga y poblada barba. Sin embargo, los productores de esa literatura de propaganda saben que esos signos son equívocos, porque el verdadero yihadista, cuando se sabe perseguido «procura guardar las apariencias, evitando todo aquello que pueda ser relacionado con el radicalismo. En casos extremos, eso puede suponer la violación de normas islámicas, como por ejemplo beber alcohol o comer carne de cerdo»xiii. El problema con los terroristas islámicos no es, pues, que tiendan a confundirse con el resto de musulmanes; eso ya se presupone, como se presupone en el fondo una lógica conmutativa que hace que cualquier musulmán que manifieste esos signos externos sea, al menos en potencia, un terrorista. No, el problema es más grave aún: los auténticos terroristas musulmanes ni siquiera parecen musulmanes. Como un mal difuso e invisible, se encuentran entre nosotros, acechantes y desapercibidos. Irreconocibles, ellos justifican la ansiedad que nos embarga, el sentimiento de inseguridad existencial al que se refería Marcuse.



IV



Es importante recalcar en este punto que, contra esa pseudoliteratura alarmista, contra la vulgar propaganda vertida desde organismos como la Fundación Athena Intelligence (http://athenaintelligence.org), dedicados en cuerpo y alma a alimentar las narrativas del miedo, el problema del terrorismo yihadista no es únicamente un problema de contención, sino también, y muy especialmente, de concepción. Furedi señalaba hace poco tiempo que existen sociedades inspiradas por la confianza en lo que el futuro pueda deparar, como las hay que son necesariamente aprensivas ante esas expectativas. Aquello que las diferencia es, precisamente, el modo en que gestionan la incertidumbre. Por ello, si la Modernidad concebía lo desconocido como una tierra de conquista cuyas fronteras debían reducirse gracias a la acumulación del conocimiento, la idea que parece atravesar el mundo contemporáneo es justamente una inversión del sueño modernista de la razón, donde un «número creciente de experiencias están condenadas a situarse más allá del conocimiento»xiv. Es lo que, en la jerga al tiempo absurda e inquietante propia del ex secretario de Estado norteamericano Donald Rumsfeld, se denominaban las «incógnitas incógnitas» (unknown unknowns): cosas que no sabemos que no sabemos, y que en su opinión constituían la principal amenaza del terrorismo global. Ante la evidencia de que nada podemos hacer por saber lo que no sabemos sobre los males que nos acechan, la única respuesta posible es el pánico generalizado.

Ahora bien, por indeterminada que resulte, esa sensación de pánico existencial necesita una proyección que canalice la ansiedad, infunda sentido y adquiera, por eso mismo, capacidad movilizadora. El objetivo de la literatura propagandística producida por los centros de expertise y difundida a través de los medios de comunicación, una literatura diseñada para influir sobre el político y el legislador, es justamente la configuración de ese cuerpo dañino, la preparación más o menos cuidada de un enemigo a la vez exterior e interior cuya relación con los individuos reales que supuestamente retrata importe menos que su capacidad para ser responsabilizado. Cristaliza así, alimentado con los tópicos del orientalismo más rancio, un objeto imaginario diseñado como contraparte negativa de las virtudes civilizatorias que nos atribuimos, una verdadera encarnación del mal, un «islam mediático» que, como señalaba Deltombe, es menos reflejo de un hipotético «islam real» que el espejo invertido de nuestra propia sociedad, el producto de un conjunto de relaciones de fuerza que, todavía hoy, marcan sin duda el orden hegemónico de las representacionesxv. Para subrayar algunas de las características de ese «islam imaginario» que campa por sus respetos, sustentado sobre un aparato académico y mediático imponente, podemos destacar que es evanescente (aparece y desaparece de los medios a un ritmo de vértigo), parcial (se percibe únicamente a través de los problemas que en apariencia suscita: rituales molestos, olores desagradables, opiniones retrógadas...), homogéneo (proporciona una identidad nuclear que supera las barreras étnicas, lingüísticas y nacionales), irremediablemente comunitarista (el individuo queda aplastado por el peso de un colectivo amarrado a una religiosidad compartida)xvi y, por supuesto, está indisolublemente ligado a la violencia (terrorista, en este caso).

En los relatos de familiares de los detenidos con ocasión de la operación policial del 19 de enero, teñidos de fatalidad, trasluce la constatación de que ese islam imaginario se ha impuesto en los últimos años hasta alcanzar un monopolio insólito sobre la representación de la realidad que deja, literalmente, sumidos en la impotencia a quienes se consideran víctimas de esa superchería. En el primer testimonio, se hace referencia a la Jama’at at-Tabligh, la organización pietista fundada en 1927 en Deoband (India) que cuenta con millones de adeptos a lo largo y ancho de la umma islámicaxvii. Presente en Barcelona, en particular en la mezquita de Tariq Ibn Ziyad de la calle Hospital, el sumario de la operación policial del 19 de enero de 2008 considera que la presunta célula terrorista se habría amparado en la estructura de dicha organización para planear su atentado, lo que de paso provocó diversas acusaciones cruzadas contra la propia Jama’at at-Tabligh y sus vínculos con el «salafismo de corte yihadista»:



Antes iba mucho a la mezquita, pero ahora voy menos, y desde que ha pasado esto [la operación policial del 19 de enero], pues menos todavía [...] Hay que saber que desde que yo llegué aquí, en 1987, ha habido da’wa [literalmente «predicación», campañas de proselitismo organizadas por la Jama’at at-Tabligh destinadas al resto de la comunidad musulmana], e incluso antes de que yo llegase ya existían. Te estoy hablando de 1987, cuando ya venían jama’at [grupos de predicación] de otras mezquitas, e incluso de otros países. En una ocasión, muy poco tiempo después de que yo llegase a Barcelona, en el año 1988 o 1989 vino una jama’a desde Pakistán, me parece que de 7 u 8 personas, que vinieron andando [énfasis] [...] Si llegaban por ejemplo a Inglaterra en avión, pues recorrían andando todo el país. Me acuerdo muy bien que cuando la jama’a llegó a Barcelona, en 1988 o 1989, a la mezquita de Tariq ibn Ziyad, yo también me fui con ellos andando toda la autopista C-31 en dirección a Vendrell. Hacia las 7 de la tarde hicimos un campamento junto a un descampado que hay junto al Carrefour; hicimos la comida, de todo, comimos, etc. En ese momento, apareció la Guardia Civil, porque estaban asustados. Debieron pensar, ¿qué gente son éstas? ¿De dónde vienen? En ese momento yo ya hablaba un poco de castellano [...] así que les explicamos que esa gente eran de religión musulmana, y que querían ir andando por toda España. Ellos [la Guardia Civil] quedaron muy tranquilos, e incluso ofrecieron un coche para llevarnos, pero les dijimos que nuestra misión era ir andando. La Guardia Civil nos pidió disculpas, y se fueron... ¿Te imaginas que hubiera pasado ahora, con el terrorismo y todo eso?xviii



En el siguiente testimonio se establece una clara cesura entre un pasado casi arcádico, anterior al drama experimentado por las familias de los detenidos, y algunas de las consecuencias devastadoras de la acción policial sobre la confianza entre las personas:



Desde que pasó lo del 19 de enero, a la gente le da mucho más miedo que antes reunirse con nosotros. Antes, tenía muchos amigos, y había gente que era muy buena conmigo, pero ahora cuando me cruzo por la calle con ellos, me saludan y se van. Antes, en cambio, cuando me saludaban, nos sentábamos, tomábamos algo, comíamos algo... pasaban el tiempo conmigo. Pero ahora muchos han cambiado, por ese miedo por lo que ha pasado, y también porque nosotros estamos en una situación muy mala. Cuando estábamos libres [sic], yo no tenía ningún problema con el terrorismo, pero ahora que estamos en tiempos de terrorismo..., la gente tiene miedo de que les vean conmigo y de que la policía les pregunte por qué se relacionan conmigo [...] Tienen miedo de que la policía también se los lleve a ellos. Por eso la mezquita apenas se llena. Antes, la mezquita estaba siempre llena, pero después del 19 de enero apenas se llena la primera línea.xix



En «tiempos de terrorismo», en todo caso, la primera damnificada parece ser la propia práctica religiosa musulmana, ya que, dicho sea de paso, en un contexto secularizado, la propia condición de «practicantes» de muchos musulmanes es objeto de sospecha. En todo caso, el resultado de la combinación de los diversos lugares comunes que se repiten en torno a ese islam especular —y en particular su asociación consustancial a la violencia— es la expulsión de las comunidades musulmanas del ámbito de la civilización. La barbarie de una conducta que se juzga inmoral, el empecinamiento en participar en las liturgias de una religión que se considera cruel, fanática y obsoleta, y cuyo ejemplo paradigmático sería el terrorista suicida, capaz de inmolarse a fin de realizar una declaración asertiva sobre su fe, justificaría en definitiva la necesidad acuciante de someter a una constante monitorización a sus miembros. Si el «militante yihadista radical» —obsérvese la multiplicación y solapamiento de las categorías— se mimetiza en la masa amorfa de emigrantes, si se ampara en su invisibilidad práctica —cuando no, como veíamos, en su más absoluta normalidad—, es preciso controlar los movimientos del conjunto, reconocer que los terroristas no son más que casos extremos en un mar de potenciales peligros. El objetivo debe ser vigilar permanentemente a la diáspora musulmana, repleta por lo visto de aspirantes a traidores, porque, como señalan con paranoica preocupación algunos autores, «es razonable pensar que esa actitud positiva de algunos grupos de musulmanes hacia sectores radicalizados pueda generar una mayor permeabilidad emocional y cognitiva para su captación»xx.



V



Resulta revelador contrastar el imaginario del musulmán abyecto y fanatizado, cargado de odio y con una pulsión destructiva incontenible, con las biografías sucintas de algunos de los detenidos durante la operación policial del 19 de enero de 2008. Como un castillo de naipes, uno querría pensar que el precario montaje que pone en marcha ese islam imaginario debería derrumbarse ante las evidencias, pero lo cierto es que, puesto que la capacidad de difusión de ese islam imaginario es formidable, y dado que, de hecho, no guarda ninguna relación con las evidencias, resiste perfectamente todos los embates de la realidad. Con todo, veamos algunas de esas acometidas:

Dos casos parecen especialmente flagrantes, aunque no son los únicos. El primero de ellos, el de Muhammad Ayub, propietario de la pastelería de la calle Hospital y, según parece, uno de los dirigentes de la presunta célula terrorista. Entre las innumerables noticias sin contrastar que se difundieron los días siguientes a la operación policial, algunas rozaban el ridículo más espantoso. Entre ellas, que el núcleo duro del comando, al que pertenecía Ayub, se habría entrenado, para participar en la yihad global, en campos pakistaníesxxi. Al día siguiente, los periodistas ironizaban sobre el hecho de que alguien pudiese visitar mucho la mezquita «por estar jubilado»xxii. Hay que hacer notar que el mero hecho de visitar con frecuencia la mezquita levantaba sospechas a ojos de los sagaces investigadores. Ése es, tal vez, el rasgo principal de las narrativas hipocondríacas del miedo: todo, hasta el más mínimo detalle, son síntomas inequívocos del mal. En el caso de Muhammad Ayub, la particularidad de que la pastelería que regentaba con sus hijos desde el año 2001 se encontrase a escasos cinco metros de la puerta de acceso a la mezquita Tariq ibn Ziyad, y que Muhammad Ayub fuese de hecho un jubilado, por cuanto que el negocio estaba en la práctica transferido a sus hijos, debía ser por fuerza un indicio de su aviesa maldad. Y si alguien quisiera preguntarse sobre la aparente anomalía de que un hombre de sólo 63 años estuviese jubilado, podría subrayarse que Muhammad Ayub es asmático, y que el Estado español le ha reconocido desde hace años una invalidez del 55%. Situados desde el exterior del universo paranoico de las narrativas del miedo, cuesta imaginarse a un hombre de 63 años que llega a Barcelona en 1972, que consigue el reagrupamiento familiar al cabo de los años gracias a su esfuerzo, que es asmático, y que cuenta con una invalidez del 55%, arrastrándose sobre el barro de las pistas americanas de algún campo de entrenamiento en Pakistán con el fin de atentar en la ciudad que ha visto nacer a todos sus nietos, y en la que lleva viviendo más de la mitad de su vida.

El otro caso que quisiera relatar es el de Jamal Roshan, uno de los dos detenidos de origen indio. Me interesa el caso de Roshan precisamente porque es diametralmente opuesto al de Muhammad Ayub. Cuando fue detenido, Roshan llevaba escasamente tres meses en Barcelona. Se diría que la fugacidad de su estancia en la ciudad justificaría una falta de apego característica de los «terroristas yihadistas», su capacidad para deshumanizar a quienes deben ser sus víctimas. Sin embargo, el perfil personal de Roshan desafía nuevamente todo esfuerzo por complicarlo en una trama destructiva. Nacido en Mumbai y educado, pese a su condición de musulmán, en una prestigiosa universidad jesuita, St. Javier’s College, Roshan es un joven empresario de unos 40 años que acostumbra a vestir al modo de los ejecutivos. Dedicado al comercio de la peletería en Mumbai, el hecho de que su hermana viviese en Barcelona ofreció a Jamal la ocasión para planificar un interesante negocio que consistía en exportar aceite de oliva a la India. Llegado a Barcelona, Roshan dedicó, en los escasos meses que permaneció en la ciudad hasta ser detenido, la mayor parte de su tiempo a ampliar sus conocimientos sobre la producción de aceite de oliva. Al parecer, pasaba mañanas enteras en la Biblioteca de Cataluña, leyendo la bibliografía existente sobre el tema, mientras destinaba buena parte de las tardes a asistir a cursos de lengua castellana porque, al decir de un pariente próximo, «quería aprender español muy rápido para poder hablar con sus socios comerciales españoles en su propia lengua». Para el entrevistador que tuvo la ocasión de charlar con el pariente de Roshan, resultó cándida y emotiva la declaración de intenciones que, según parece, le había realizado Jamal pocas semanas antes, cuando se cumplía aproximadamente un año de su arresto:



¿Cuando salga de la prisión? [...] Jamal me dijo la última vez que le vi: «Javed, por supuesto, la policía ha cometido un error conmigo, pero lo que ha ocurrido ha ocurrido, y no tiene sentido darle vueltas, porque no va a volver a pasar. Un año en prisión es suficiente para mí y para mi familia. Cuando salga fuera, volveré a comenzar con el tema del aceite de oliva, porque deseo exportar aceite de oliva a la India... Quiero exportarlo a mi país...xxiii



Por supuesto, los defensores de las lógicas preventivas más decididas proclamarían que es justamente la aparente normalidad de esas personas lo que debería agudizar nuestra vigilancia. Sin embargo, a decir verdad, para desencadenar la estructura de sentido que posibilitan esas acusaciones se precisa, no sólo una concepción neurótica y fracasada de lo social, sino el riguroso ocultamiento de los datos concretos, la impostura de una cuidada selección de los hechos que dibuje personajes arquetípicos y superficiales, planos en sus motivaciones más elementales. El guión sólo funciona al precio de convertir la realidad en un esquema que nos permita comprender que la frontera entre buenos y malos es pura y objetiva, pero que al tiempo promueva la intuición de que cada vez resulta más difícil identificar a unos y a otros en el magma sin forma en que se ha convertido nuestra sociedad. Ésa es la eficaz labor que cumple la literatura apologética de las políticas de anticipación al delito, la producción de una discursividad neurótica y falsamente científica que alimenta las narrativas del miedo.



VI



Se trata, en fin, de unos discursos perturbados de naturaleza endogámica, que continuamente se retroalimentan mediante la cita y la referencia a sí mismos. El objetivo que persiguen es el de clasificar, establecer cuidadas tipologías, simular escenarios y proponer pautas de actuación, sin detenerse un solo instante, prisioneros del vértigo de las probabilidades, a poner en duda una afirmación axiomática cuya existencia justifica todo el edificio intelectual que levantan: que existe un fenómeno discreto y objetivable llamado terrorismo, y que presenta una relación mecánica con la religión musulmana. Merece la pena que revisemos con cierta atención ése y el resto de presupuestos que conforman esa literatura a través de un breve repaso a una parte de la producción intelectual que reúnen think tanks como el Real Instituto Elcano o la Fundación Athena Intelligence:



• La distinción nítida y objetiva del fenómeno del terrorismo



Como decíamos, la presunción de que el terrorismo es un fenómeno reconocible entre el conjunto de prácticas ligadas a la acción violenta constituye el eje vertebrador de esa literatura, que asume como definición básica que se trata de un «atentado esporádico y sorpresivo contra personal no combatiente»xxiv, o bien «la utilización de la violencia por unos que van armados contra otros que carecen de armas»xxv. Se trata, en este caso, de una derivación del conocido dictum de Clausewitz de que la guerra debe consistir en «la colisión entre dos fuerzas activas», y no en «la acción de una fuerza activa sobre una masa inerte»xxvi. En este sentido, lo que diferenciaría el terrorismo de la guerra es precisamente la negativa de los terroristas a acatar las distinciones morales que imperan entre beligerantes y neutrales, combatientes y no combatientes. Esos binomios conforman el fondo de la teoría de la «guerra justa», y desactivan la ruina moral que comporta el acto bélico al establecer un ideal de conducta virtuosa en el conflicto. Sin embargo, recientemente, Talal Asad nos recordaba que el lenguaje de la guerra, la «ley de la guerra», sólo resulta accesible en términos de desigualdad, pues «los Estados victoriosos lo emplean para justificar su comportamiento y culpabilizar a sus enemigos vencidos»xxvii. Si en el pasado, durante las guerras coloniales, los Estados europeos consideraron innecesario aplicar esas distinciones sutiles a las poblaciones indígenas, castigando con brutalidad la resistencia anticolonial como mera «insurgencia» (y resulta significativo que esa terminología se aplique sistemáticamente en las campañas de ocupación de Irak y Afganistán), a lo largo del siglo XX, los Estados occidentales han librado innumerables campañas cuyo objetivo era la población civil, incluyendo los bombardeos aliados en Dresde o las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, acciones que convierten el dogma de la «guerra justa» en papel mojado. Podemos, como hace Townshend, considerar que las campañas de bombardeos contra la población la civil nunca han sido determinantes para el desenlace de los conflictos armadosxxviii (sic), o bien podemos reconocer que la distinción entre guerra y terrorismo es simplemente una cuestión de medios a disposición de los contendientes, pero cuya definición «como términos opuestos posibilita hablar de una guerra contra el terror e induce a suponer que el Estado puede proceder con las manos libres contra el terrorismo precisamente porque éste no respeta la ley»xxix. Como tantas otras precisiones conceptuales, las nociones de guerra y terrorismo son, antes que nada, categorías políticas: la descripción de su campo semántico depende de quién las utilice.

No obstante, del axioma inmutable de que el terrorismo existe, es radicalmente inmoral (frente a la moralidad —relativa— de la guerra) y no obedece a más lógica que al puro apetito destructivo, se infiere otro: que puesto que existe y es un peligro tangible, no tiene sentido interrogarse por sus causas, sino únicamente por los medios para atajar su amenazaxxx. De hecho, la contextualización de los conflictos, las causas que explican su morfología, sus dinámicas históricas, son directamente marginadas en provecho de interpretaciones puramente mecánicas que aplican perspectivas nomotéticas (el análisis lógico de los elementos invariantes que se localizan en diversos hechos sociales) con el fin de describir las similitudes de un conjunto de fenómenos dispares como son el «terrorismo yihadista», el «de raíz marxista» o el de «base nacionalista»xxxi.



• La consigna del alarmismo y la ineficacia de las políticas actuales



Una condición que sobrevuela esa literatura es la constante apelación a los riesgos que se ciernen sobre el cuerpo social, peligros que no han sido debidamente evaluados y que, por consiguiente, son gestionados con una serie de medidas que, por su propia naturaleza, son siempre insuficientes. Aquí debe tenerse en cuenta que esa producción pseudocientífica necesita ante todo justificarse a sí misma, porque los núcleos de pensamiento, academias y seminarios que albergan a esos expertos son también centros laborales que contratan a decenas de especialistas dedicados a valorar la exacta dimensión de las amenazas. Las narrativas del miedo se convierten, ellas también, en un recurso económico de primer orden para sus adalides. La necesidad de ampliar el marco institucional destinado a nuestra seguridad, la recomendación de multiplicar los instrumentos de vigilancia que nos protegen de los temores difusos, parecería legitimar el incremento de las plantillas de los cuerpos públicos y privados de seguridad, por lo que resulta hasta cierto punto lógico observar que los informes emanados desde los propios cuerpos policiales siguen a rajatabla esa consigna alarmista. Así, el EU Terrorism situation and trend report, un informe producido anualmente por la Europol que tiene por objeto «describir y analizar las manifestaciones explícitas de terrorismo», y no, como podría creerse, «analizar las causas del terrorismo ni tampoco valorar la amenaza que éste plantea», destaca, en su monográfico correspondiente al año 2008, que el terrorismo de raíz islámica en Europa «continúa pretendiendo causar víctimas masivas e indiscriminadas», y por si fuera poco, vincula de manera explícita esas manifestaciones con «grupos y redes afiliadas a Al Qaeda y con base en Pakistán»xxxii. En la medida en que durante los años 2007 y 2008 no se ha producido un solo atentado de corte yihadista en suelo europeo, la declaración del informe de la Europol sorprende por su contundencia, pero nos prepara para las demandas de endurecimiento de una legislación que los expertos perciben como tibia, laxa o en exceso garantista. En nuestro país, nuestro experto en terrorismo más conspicuo, Fernando Reinares, es especialmente incisivo a la hora de situar esas demandas en la agenda política:



Quizás es hora de plantearse reformas en la tipificación de ciertas conductas preparatorias de radicalización violenta, reclutamiento y adiestramiento terrorista, que no siempre encajan como formas de colaboración con banda armada, o de financiación del terrorismo internacional como delito autónomo, así como en protección de testigos, judicialización de fuentes de inteligencia y escuchas telefónicas administrativas, por ejemplo.xxxiii

Tanta confianza en la veracidad de esos vaticinios es, por sí misma, profundamente inquietante. En este punto conviene simplemente ceder la palabra a Didier Bigo:



Entre la ciencia y la adivinación, esta previsión del futuro en el caso de los criminales potenciales a los que hay que detener e ingresar en prisión antes de que actúen, conforma la estructura de la «hipótesis del peor de los casos». Nunca se discute porque se basa en la idea de que existen unos datos confidenciales que están en manos de los dirigentes, lo que implicaría que la toma de decisiones se efectúa con conocimiento de causa, que no existe arbitrariedad alguna, que «si el río suena, agua lleva» y que las personas detenidas están por algo [...] Pero el estudio de los últimos cinco años, que apunta los errores reiterados en los razonamientos de dichos Gobiernos y de sus servicios de inteligencia, deja entrever que ese supuesto conocimiento de la incertidumbre, de los comportamientos de los enemigos y de la capacidad para localizarlos a tiempo, es, como mínimo, discutible. Es algo que parece más propio de un astrólogo en busca de determinados signos en los cuerpos y los comportamientos humanos que de una técnica científica probabilista y fundada en el análisis racional de los riesgos.xxxiv



• La anticipación a los hechos



Ésa es la aporía en que incurren los portavoces de la prevención. En la medida en que el objeto ha sido convenientemente creado, discutido y tipificado, se da por descontada su existencia, con independencia de los actos que en teoría explica el modelo. Sin un asomo de duda sobre lo que significa realizar una estimación de las intenciones de los individuos, los expertos anuncian, por ejemplo, que puede analizarse la evolución de la «violencia de corte islamista» en España a partir de los proyectos abortados por los cuerpos policiales desde marzo de 2004. Aunque señalan, por prurito metodológico, que esos planes son más una «aspiración que una acción terrorista verdaderamente en marcha», constituyen no obstante «una prueba clara de la agresividad del yihadismo en nuestro país»xxxv. En definitiva, todo se justifica por la convicción de que son culpables, lo que da pábulo a una «estrategia de acción temprana», ya que «resultaría muy arriesgado limitarse a una actitud vigilante»xxxvi. En otras ocasiones, se analizan las «evidencias de manipulación psicológica entre terroristas islamistas» simplemente a partir de las sentencias judiciales, como la n.º 6/2008 de la Audiencia Nacional, que versa sobre los atestados de las operaciones Nova I, II y III. El hecho de que ninguno de los acusados hubiera cometido un atentado no es en absoluto obstáculo para confirmar su condición de «terroristas»xxxvii. Si todo jurista sabe cuán fácil es naufragar cuando nos adentramos en el tormentoso mar de las «intenciones», la descarada rotundidad de los expertos provoca estupor en el mejor de los casos.



• La deriva esencialista en las interpretaciones del islam



En palabras de Halliday, los esencialistas son «aquellos [investigadores] que arguyen que el mundo islámico está dominado por un conjunto de procesos y significados resistentes y constantes, que deben ser comprendidos a través de los textos del islam y del lenguaje que generaron»xxxviii. En este sentido, y como demuestra convincentemente Abdennur Prado en este volumen, la producción de propaganda en favor de las políticas preventivas está trufada de actitudes esencialistas, que tratan de demostrar la profunda imbricación del terrorismo en la psique del homo islamicus. Se nos informa, por ejemplo, de que la esencia doctrinal, ética y emocional de la religión musulmana se hace proclive a las explosiones de violencia fanatizada, en contraste con el cristianismo, en el que, claro está, «no latía esa tendencia»xxxix. Sin ser, salvo excepciones, musulmanes, esos expertos se sienten no obstante impelidos a explicarnos cuál es la «verdad» del islam, como si su condición les autorizase a pontificar sobre debates de naturaleza puramente doctrinal. El mismo catedrático de Derecho Internacional Público que nos recordaba hasta qué punto islam y cristianismo dirimen de forma diferente su relación con la violencia —pasando por alto las raíces cristianas de la doctrina de la «guerra justa»— nos explica por qué, pese a la extraordinaria producción jurídica islámica en torno al concepto de yihad y por tanto a su complejidad semántica, el islamismo contemporáneo defiende únicamente la acepción de dicho concepto como «guerra santa»: porque, y he ahí la sagacidad y virtud de síntesis del catedrático, existe «un fundamentalismo ético y religioso, teñido de pragmatismo en su relación con Occidente, sí, pero que constituye el alimento de ese islam profundo que llama a sus fieles a la oración y maneja, como ha escrito entre nosotros una gran conocedora del tema “una cosmovisión medievalizante y anacrónica”»xl.

De manera reincidente, esos expertos divagan en torno a los rasgos esenciales del islam sin percatarse que el nexo que establecen entre la cultura, la religión y la identidad de los individuos está lejos de ser simple o mecánico. Al decir de Mamdani, participan de una nueva moda que el antropólogo de origen ugandés define como la «retórica de la cultura» (culture talk): la pretensión de que la cultura, devenida una hipóstasis de cualidades inefables, pueda explicarlo todo, en particular una enorme gama de conflictos internacionales que se interpretan en consecuen­­cia desde la óptica del «choque de civilizaciones». Como señala el propio Mam­­­dani, «la retórica de la cultura asume que cada cultura tiene una esencia tangible que la define, y que entonces explica la política como consecuencia de esa esencia. La retórica de la cultura tras el 11 de septiembre, por ejemplo, calificó y explicó la práctica del “terrorismo” como “islámico”»xli. En cualquier caso, una religión que guarda semejante relación con la violencia no puede ser, para el boceto de trazos gruesos que dibujan los expertos, más que medievalizante y anacrónica, pero a tenor de la buena disposición que los Estados occidentales muestran para practicar guerras de ocupación, cabría preguntarse si el Estado de derecho que instituye la legitimidad de la guerra y, al decir de Weber, se reserva para sí el monopolio de la violencia, es también una institución medievalizante y anacrónica.



• La demonización del Otro y la teoría del contagio



Dada la perfecta homología que existe entre los «terroristas yihadistas» y las comunidades musulmanas a las que éstos pertenecen, el riesgo inherente a que el mero contacto con las ideologías «de inspiración salafista a la par que yihadí» baste para hipnotizar a la masa de ciudadanos musulmanes es un temor que atraviesa la literatura paranoide de los expertos en terrorismo. De ahí, como señalábamos con anterioridad, que se proclame la necesidad de monitorizar las comunidades musulmanas en la diáspora, ante la imposibilidad de distinguir el «buen musulmán» del «mal musulmán». Más aún, esa distinción se revela innecesaria, dada la facilidad con la que, por ósmosis, se difunde el ideario violento de los terroristas, hasta confundir simplemente el musulmán piadoso con el «militante yihadista». Si, como señalan algunos expertos, «las organizaciones terroristas que disfrutan de mayor respaldo social son aquellas que desencadenan mayores cotas de violencia y producen atentados más graves»xlii, entonces la brutalidad de ciertas acciones (11 de septiembre de 2001 en Nueva York, 11 de marzo de 2004 en Madrid, 7 de julio de 2005 en Londres, etc.) permitiría colegir por extensión un veredicto de culpabilidad para la comunidad musulmana en su globalidad, que respaldaría masivamente unos actos execrables. Ésa no es sino la consecuencia lógica y flagrante de una auténtica política de prevención: la criminalización anticipada del otro.

En ocasiones, las metáforas empleadas son las de la enfermedad: «Se trata, pues, de evaluar la temperatura de las comunidades musulmanas de ciertos distritos o zonas de la ciudad, en un intento de detectar posibles redes y grupos islamistas radicalizados, los cuales, como es bien conocido, actúan como un auténtico virus dentro del tejido social de esas comunidades»xliii. Las prisiones, espacios en los que en definitiva se aboca la criminalidad, devienen así terreno fértil para el proselitismo en opinión de los expertos, que describen las estrategias a seguir para impedir una contaminación que, en el fondo, dan por seguraxliv. En otras, simplemente se nos recuerda que «el terrorismo yihadista en España dista de ser cosa de españoles» porque, en definitiva, el islam tampoco es cosa de españoles. Si hay ciudadanos españoles entre los detenidos por militancia yihadista, sin duda se debe «al número de personas originarias de Siria que adquirieron la nacionalidad española en la década de los noventa»xlv. Como señalábamos con anterioridad, la consigna es demonizar al Otro, esquematizar sus rasgos hasta volverlos arquetípicos, despojarlo de toda veleidad de ser uno de los nuestros y marcarlo a fuego con el hierro que destinamos a nuestros enemigos. De un modo u otro, lo que destila una literatura que instrumentaliza el anuncio del apocalipsis como si se tratase de la metástasis inexorable de un sistema que tiende a implosionar (y la analogía es de Jean Baudrillard) es que ningún ciudadano musulmán está a salvo de dejarse encantar por los cantos de sirena de los terroristas. En el fondo, ellos se muestran más sugestionables que otros precisamente porque la religión que profesan impide que su individualidad se desarrolle con «naturalidad». Son, pese a que traten de ocultarlo tras sus teléfonos móviles y sus canales de televisión por satélite, antimodernos. Después de todo, resulta que la amenaza de la que nos advierten los expertos es la vieja pugna enquistada de los enemigos de la popperiana sociedad abierta. Tal vez esos expertos olvidan que la llamada «sociedad abierta» es en realidad un club privado y selecto de reglas precisas y rigurosa etiqueta.



• La defensa cerrada del paradigma de la integración como asimilación



La demostración más palpable de hasta qué punto el ingreso en la sociedad abierta sólo resulta posible para quienes juegan con las cartas marcadas lo encontramos en las dudas que suscita la lealtad de la comunidad musulmana en la diáspora hacia las sociedades receptoras. Las polémicas en torno a la irrupción de las prácticas religiosas islámicas en el espacio público no son, para los expertos, sino un ejemplo de esa resistencia enconada que los musulmanes muestran a adoptar las virtudes cívicas de Occidente. Ciertos autores califican de «actitud inquietante» el hecho de que «sentirse musulmán sea más importante que sentirse de una nacionalidad»xlvi, como si ofreciésemos las condiciones idóneas para favorecer la integración de los colectivos de inmigrantes en el sueño nacional catalán o español. Por otra parte, en las grandes macroencuestas, los sociómetras creen necesario interrogar a los ciudadanos españoles de confesión musulmana sobre la «compatibilidad entre islam y democracia», dando por sentado que la cuestión así formulada no supone mezclar churras con merinasxlvii. En otras ocasiones, en cambio, se juzga con severidad a los imames de las mezquitas, por no cumplir con rigor con el papel de promotores de la más burda asimilación que se espera de ellos:



Los resultados indican que los imanes no siempre animan a sus fieles, como sería deseable, a que adopten una actitud de integración con los miembros de la sociedad en que conviven [...] No se debe olvidar que el proceso de adaptación de la comunidad musulmana implica no sólo un cambio de país y de costumbres, sino también el cambio de un valor tan preeminente en esta comunidad como lo es la religión, lo que requiere un esfuerzo consciente hacia la adaptación socio-emocional ante los valores políticos y morales de la sociedad que los acoge.xlviii



En resumidas cuentas, parecería que el musulmán debe dejar de sentir y practicar su religión tal y como la concibe, reducir eventualmente la importancia que ésta pueda tener en su vida, y adaptarse gozosamente a un campo religioso definido por la secularidad. Y los imanes tienen el deber de ser la correa de transmisión de ese objetivo de asimilación, cuyas bondades nadie discute. Como tampoco nadie se interroga por nuestra propia responsabilidad en la colocación de obstáculos a la integración, en la estigmatización de aquellas diferencias que no nos resultan exóticas, en la aceptación de unas condiciones laborales que condenan a los inmigrantes a la precariedad, en el silencio con el que respondemos a la larga lista de intercambios ventajistas que nuestras sociedades contraen con las que presentan mayorías musulmanas. Como un fin en sí mismo, el terrorismo parece cristalizar en esa literatura poblada de imposturas, ignorancia y afán de revancha, sin causas u objetivos, ni ideologías que lo sostengan. El mal no necesita justificación: simplemente está ahí.



Conclusiones



Mira, yo no creo que eso [el hecho de que los detenidos sean musulmanes] sea importante, porque la policía hace su trabajo, y conoce todas esas cuestiones. Por qué la policía ha detenido a inocentes, ésa es otra cuestión. Pero lo cierto es que lo han hecho, los han detenido... ¿Cuál es el trasfondo de esa acción? No lo sabemos, pero pienso que hay que preguntarles a ellos, porque la policía lo conoce todo. La policía de España y de Cataluña lo sabe todo [...], y ellos saben también lo que la gente va a hacer, lo que pretende hacer... La policía lo conoce todo, por lo que ahora, ya que la policía lo sabe todo, y sabe que han capturado a inocentes, tiene el problema de saber cómo liberarlos [...] Creo que es así, porque han retrasado, retrasado y retrasado su libertad. No saben cómo liberarlos, porque la policía tiene una responsabilidad evidente, y si los liberan, la gente en España preguntará por qué los han capturado, si son inocentes. Y preguntará por qué los detuvieron durante un año, y la responsabilidad que tienen sobre lo que han pasado las familias.xlix



Pienso en nuestras costumbres judiciales y penitenciarias. Estudiándolas desde afuera, uno se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las que, como las nuestra, adoptan lo que se podría llamar la antropoemia (del grego emein, «vomitar»). Ubicadas ante el mismo problema, han elegido la solución inversa que consiste en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social manteniéndolos temporal o definitivamente aislados, sin contacto con la humanidad, en establecimientos destinados a ese uso.l



No soy tan optimista respecto a la exigencia ciudadana de responsabilidades como puede serlo uno de los familiares de los detenidos, a quien me refiero en la primera de las citas de estas conclusiones. Nuestra sociedad antropoémica, instalada de pleno en una «neuropolítica»li que sólo da por descontada la amenaza terrorista para aportar bienestar psicológico a la ciudadanía, sin interrogarse por las raíces de sus miedos, busca chivos expiatorios para alimentar la sensación de unidad que aporta un enemigo común; y hoy día los musulmanes parecen satisfacer a su pesar esa demanda, como antaño lo hicieran judíos, masones o comunistas. Puesto que su asociación con el mal no es, en el fondo —sí en las formas—, objeto de discusión, los juicios a los que se les somete no tienen por finalidad dirimir su inocencia, sino exponer públicamente su culpa, mostrar su semblante maligno, enseñar impúdicamente sus estigmas.

En realidad, la sentencia se pronuncia en el momento en que su rostro y su nombre nos interpela desde los medios de comunicación; por otra parte, si son, en definitiva, declarados inocentes y absueltos de los cargos que pesan sobre ellos, nadie les pedirá disculpas, ni su voz se oirá, para exigir justicia, en los mismos medios que los difamaron. Como el joven acusado de brujería entre los zuñi de Nuevo México que aparece en otro célebre texto de Lévi-Strauss, y que trataba infructuosamente de escapar al castigo que se reservaba a los brujos reivindicando su inocencia, los terroristas musulmanes sólo pueden redimir su pecado aceptando su crimen y aportando verosimilitud a la imputación que se les aplica. Tal como relataba el antropólogo francés respecto a los jueces zuñi, y tal y como asimismo podríamos aplicarlo a los procesos de caza de brujas en Europa, América o África, «los jueces no esperan que el acusado impugne una tesis, y menos aún que refute hechos; le solicitan que corrobore un sistema del cual solamente poseen un fragmento, y cuya totalidad quieren que el acusado reconstruya de forma apropiada [...] porque, antes que reprimir un crimen, los jueces buscan [...] atestiguar la realidad del sistema que lo ha hecho posible»lii. En ese sentido, se diría que la impunidad con la que se aplica la detención y la prisión preventiva a los imputados en casos de terrorismo islámico es ya una condena en toda regla, por lo que sus reclamaciones de inocencia o las de sus familiares no dejan de parecer demandas extemporáneas a una opinión pública convencida de que «algo habrán hecho».

Si finalmente los detenidos en la acción policial del 19 de enero de 2008 quedan libres de los diversos cargos que se les imputan, será un acto obligatorio poner temporalmente en suspenso las narrativas del miedo y preguntarse, como vaticinaba esperanzado uno de los familiares, por las responsabilidades de quienes los han mantenido tantos meses en la cárcel injustamente. De hecho, esa pregunta sólo nos hará sentirnos dignos si nos la formulamos con independencia del veredicto de inocencia o culpabilidad. Mientras tanto, y por difícil que resulte, podemos esforzarnos por recordar a nuestros conciudadanos que los detenidos, a lo mejor, no han hecho nada.





i  Entrevista con Muhammad Feisullah. Barcelona, 24 de enero de 2009. Éste y el resto de nombres de los entrevistados son ficticios. Todas las entrevistas, 15 en total, realizadas entre noviembre 2008 y marzo de 2009 en el marco de preparación de este libro, fueron —salvo excepciones— registradas en formato audio y vídeo, con el fin de montar el documental que conforma este vídeo-libro. Las entrevistas fueron registradas en compañía de José González Morandi y Sergi Dies, autores del documental. Agradecemos a familiares y amigos de los detenidos su magnífica disposición y comprensión ante este proyecto.

ii  Inicialmente, se barajó la hipótesis de que los activistas pretendiesen atentar en un espacio de culto musulmán de la ciudad; sólo horas más tarde los medios de comunicación anunciaron que el objetivo que perseguían era la red de transportes públicos, y en particular el metro.

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