En Saving the Modern Soul, Eva Illouz explica los variados y sorprendentes caminos por los que el lenguaje terapéutico, empleado por los psicólogos, ha llegado a transformar las categorías con las que el hombre de la calle, las empresas, las familias se entienden a sí mismos. Un cambio que afecta significativamente el modo en que muchos hombres y mujeres estructuran hoy el relato de sus propias vidas.
Como sugiere el propio título de su libro –“Salvar el alma moderna”–, el lenguaje terapéutico se ha constituido en muchos casos en una especie de sustitutivo (fraudulento) de los referentes no sólo religiosos sino morales, con los que acometer la tarea de articular la propia identidad y modo de vivir en el mundo.
Freud en la cultura popular
Eva Illouz, socióloga, es profesora del Departamento de Antropología de la Universidad de Jerusalén, y ha tratado también esta temática en Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo (Katz, 2007).
En la introducción, Illouz se pregunta a qué se ha debido el “éxito” de la psicología, especialmente en América. Y hace notar que las ideas “más exitosas” son aquellas que satisfacen tres condiciones: a) tienen sentido dentro de la experiencia social de la gente (rápidas transformaciones económicas, patrones demográficos, flujos de inmigración, movilidad social, ansiedad por el estatus); b) proporcionan pautas directivas acerca de áreas de la conducta social afectadas de ambigüedad o conflicto (sexualidad, amor, éxito económico); c) deben institucionalizarse y circular por redes sociales (p. 20).
La confluencia de esos tres factores explica el llamativo impacto de Freud en la cultura americana. Illouz se refiere particularmente a las conferencias Clarke dictadas por el austriaco en 1909. A partir de ahí, el psicoanálisis se desarrolló rápidamente en América, porque coincidió con un momento de transformación social con impacto sobre la familia, la sexualidad, las relaciones de género, todo lo cual hizo a los americanos particularmente receptivos a las categorías –metáforas– freudianas. Por otra parte, los modelos psicológicos de Freud se hacían accesibles en un lenguaje híbrido, que combinaba nociones populares de curación con el lenguaje legitimador de la medicina y la racionalidad científica (p. 35).
¿En qué punto conectaron los americanos su experiencia con el lenguaje del psicoanálisis? Illouz sugiere que las claves de esta influencia deben buscarse, por una parte, en la atención de Freud a fenómenos insignificantes de la vida ordinaria, que a la luz de sus teorías parecían de pronto repletos de significado –los sueños, los deslices verbales– y por eso mismo merecedores de escrutinio sin precedentes; por otra parte, en el hecho de que la familia –los traumas familiares– desempeñaran un papel tan importante en las explicaciones freudianas del desarrollo psicológico; igualmente, el hecho de que el psiconálisis se presentara a sí mismo conforme a los patrones de una “narrativa de la salvación”, en el sentido de que en todo relato psicoanalítico hay una meta –la salud mental–.
Precisamente esta última referencia a la salud como meta es tal vez uno de los aspectos más reseñables: con Freud se difuminan las fronteras entre lo normal y lo patológico, hasta el punto de que lo que anteriormente era posible designar como “salud” o “comportamiento normal”, se patologiza (p. 44), y así desde entonces, la normalidad es mirada con sospecha. Por lo demás, otro factor relevante a la hora de explicar la receptividad a Freud fue la insistencia en el placer sexual, como un objetivo igualmente perseguido por hombres y mujeres.
Illouz hace notar que fue la recepción de todas estas ideas dentro de un ideal cultural anterior, romántico, muy arraigado en la mentalidad americana, y que se puede describir como la “búsqueda de uno mismo”, lo que prestó al psicoanálisis un impulso peculiar en aquella tierra.
Sobre esta base, el modelo terapéutico de comprensión de sí mismo adquirió rápidamente gran popularidad gracias a los medios de comunicación, particularmente la literatura de autoayuda, el cine y la publicidad –vías que Illouz ilustra de manera persuasiva–.
El “ethos” terapéutico entra en la empresa
El capítulo que a mi juicio resulta más esclarecedor es el que lleva por título “From homo œconomicus to homo communicans”, en el que Illouz se refiere al impacto de los psicólogos en la empresa americana. En particular, a partir de los experimentos con los que Elton Mayo revolucionó la teoría del management y el liderazgo, inaugurando la Escuela de relaciones humanas.
Como es sabido, entre los años 1924 y 1927 Mayo llevó a cabo un célebre experimento, en los talleres de la Hawthorne Western Electric Company, por el que demostró que la productividad aumentaba si se cuidaban aspectos emocionales y de relación, atendiendo a los sentimientos de los empleados. Como lúcidamente apunta Illouz, con ello se introducía un giro significativo: en lugar del precedente lenguaje victoriano que enfatizaba la necesidad de “carácter”, Mayo empleaba el lenguaje científico y amoral de la psicología, que permitía comprender las relaciones humanas como problemas técnicos, susceptibles de solución con sólo disponer del conocimiento apropiado (p. 69).
“A partir de los años 30, casi todos los libros de management enfatizaban el valor del lenguaje positivo, la empatía, el entusiasmo, la afabilidad y la energía, y los libros más recientes abogaban por una mezcla de espiritualidad y llamamiento terapéutico a despejar ansiedades, cuidar el yo y cultivar pensamientos positivos acerca de uno mismo y de los demás… En efecto: la energía positiva, manifestada en el hecho de presentarse a uno mismo con una actitud entusiasta y aparentemente libre de problemas, es otro atributo importante del manager, cuyo auto-control debe ser siempre personal y afable” (p. 81).
Con ello inaugura lo que Illouz denomina “estilo terapéutico emocional”, uno de cuyos efectos indirectos ha sido la progresiva redefinición de la masculinidad dentro de la empresa: “La psicología –escribe– ha transformado profundamente la cultura emocional del lugar de trabajo en el sentido de que ha hecho que la cultura emocional de hombres y mujeres converja progresivamente hacia un modelo andrógino común” (p. 15).
El estilo de management promovido por Mayo fomentaba una forma de sociabilidad basada en la comunicación, sin dejar por ello de reforzar el fuerte individualismo característico del homo œconomicus. Este sigue buscando su propio interés, con la particularidad de que ahora ha descubierto que la promoción de su propio interés depende de mantenerse dentro de una red de influyentes relaciones sociales, y, por tanto, de adoptar las adecuadas estrategias comunicativas, esto es, convertirse en un homo communicans. En este contexto, el único imperativo es mantener relaciones fluidas con todos, para lo cual se impone evitar a toda costa la expresión de emociones presuntamente “negativas”.
Una forma sofisticada de domesticación
De este modo, el ethos terapéutico fomenta una aproximación formal, procedimental a la propia vida emocional, que contrasta con una visión de las emociones en la que se atiende a sus contenidos sustantivos. En efecto: la vergüenza, la ira, la culpa, el honor ofendido, la admiración, son emociones bien distintas entre sí, definidas por un contenido moral y por una visión sustantiva de las relaciones humanas; pero todos estos matices se difuminan en la medida en que el ethos terapéutico, preocupado sobre todo por el control de las emociones que perturban la paz social, las concibe como signos de inmadurez o disfunción emocional.
El pensamiento de que algunas emociones son manifestaciones adecuadas ante la percepción de la injusticia, o que en ocasiones, precisamente por motivos de justicia es preciso cuestionar la paz social, simplemente desaparece del horizonte. Quien cuestiona la paz social, movido por ciertos principios o por una cuestión de honor, simplemente es considerado inmaduro e irracional, incapaz de pensar estratégicamente y de salvaguardar su propio interés. De este modo, convirtiendo en psicológicamente problemática a la persona que plantea un problema, se desvía la atención del problema objetivo que ésta pudiera plantear. A mi modo de ver, semejante neutralización psicologista de todo contenido moral y veritativo no constituye sino una forma sofisticada de domesticación y dominación.
En todo caso, en la medida en que el único imperativo absoluto del estilo terapéutico emocional, alentado por la psicología, es el de controlar las emociones con el fin de comunicarse con una amplia variedad de personas (p. 103), dicho estilo ha llegado a constituir un nuevo criterio de estratificación cultural.
Este criterio sirve a la definición de una peculiar forma de competencia: la competencia emocional, o la capacidad de desplegar un estilo emocional definido y legitimado por los psicólogos, los cuales mediante el recurso a la “inteligencia emocional” han formalizado y codificado estas competencias conforme a las necesidades del mercado.
“El capitalismo contemporáneo –escribe Illouz– requiere habilidades simbólicas y emocionales que le ayuden a uno a tratar con una variedad de personas y situaciones sociales en mercados complejos, variables e inciertos. La inteligencia emocional refleja el estilo emocional y los modelos de sociabilidad de las clases medias, cuyo trabajo en la economía capitalista contemporánea requiere una cuidadosa gestión del yo; sujetos que son estrechamente dependientes del trabajo en equipo, que constantemente evalúan a otros y son evaluados por ellos, que se mueven en largas cadenas de interacción, que se encuentran con una amplia variedad de personas pertenecientes a grupos muy diversos, que deben ganar la confianza de otros y, quizás, de todos, que trabajan en ambientes en los que los criterios de éxito son contradictorios, elusivos e inciertos” (p. 216).
La colonización de la familia por la terapia
Un impacto no menor ha tenido la adopción del lenguaje psicológico en el seno mismo de la familia. Illouz sintetiza estas transformaciones en la irrupción de un nuevo ideal de vida conyugal y familiar: la intimidad, un ideal que, a causa de su misma indefinición, fácilmente puede convertirse –como bien observa Illouz– en un ideal tiránico, contra el que se miden inconscientemente las relaciones. Esto constituye un motivo más para entregarse en manos de los “expertos” en emociones, a quienes correspondería definir los umbrales de intimidad por debajo de los cuales una relación es “problemática”.
En efecto: el modelo comunicativo promovido por el ethos terapéutico emocional estipuló que un buen matrimonio es aquel en el que hombre y mujer podían verbalizar y hablar acerca de sus necesidades y desacuerdos (pp. 132-3). En este sentido, la masiva difusión del “ethos terapéutico emocional” explica que ahora dispongamos de un rico y elaborado vocabulario de las emociones, que, en parte, ha servido al propósito de estandarizar y racionalizar la vida emocional.
Conviene notar, sin embargo, que implícito en este modelo se encuentra el mismo concepto individualista del ser humano, centrado en sus deseos, necesidades e intereses, que hemos observado en el ámbito de la empresa. En realidad, como apunta Illouz, “este nuevo modelo de intimidad encajó de contrabando en el dormitorio y la cocina el lenguaje liberal y utilitarista de derechos y negociaciones propio de la clase media, introduciendo formas y normas públicas de discurso donde hasta ese momento habían prevalecido la reciprocidad, el sacrificio y la donación. Del mismo modo que el ethos terapéutico había implantado un vocabulario de emociones y la norma de la comunicación dentro de la empresa, empleó una aproximación racional y casi económica a las emociones dentro de la esfera doméstica” (p. 130).
Vemos, así, cómo poco a poco el lenguaje psicológico ha ido institucionalizándose y conquistando esferas cruciales de la vida humana.
Cultura terapéutica, cultura del victimismo
La extensión indiscriminada del concepto de salud hasta abarcar el “completo bienestar físico, psíquico y social”, constituye la trama en torno a la cual se articulan muchas vidas contemporáneas.
En este sentido, es mérito de Illouz el mostrar que la cultura terapéutica, cuya vocación primaria, en teoría, es “curar”, genera por sí sola una estructura narrativa en la que el sufrimiento y el victimismo son rasgos definitorios del yo. La narrativa de auto-ayuda, que hoy tanto prolifera, es deudora, en el fondo, de una narrativa del sufrimiento (p. 173).
En efecto: “al plantear como objetivo un ideal de salud indefinido y expansivo, todos y cada uno de los comportamientos pueden ser catalogados, por el contrario, como ‘patológicos’, ‘enfermos’, ‘neuróticos’, o, más simplemente, ‘disfuncionales’ o ‘no-autorrealizadores’. La narrativa terapéutica plantea como meta del yo el alcanzar la ‘normalidad’, pero como esta meta nunca recibe un contenido positivo, de hecho produce una amplia variedad de personas no realizadas y, por ello mismo, enfermas. La narrativa de autoayuda no es el remedio para ningún fallo o miseria; más bien, la misma insistencia en perseguir niveles de salud y auto-realización cada vez más altos, produce narrativas de sufrimiento” (pp. 176-7).
De esa simbiosis se nutre hoy una poderosa industria, que va desde los consejos dispensados en las revistas populares, hasta los libros de auto-ayuda, y que constituye asimismo la materia favorita de muchos talk-shows. Pues “la narrativa terapéutica constituye las emociones en objetos públicos que han de ser expuestos, discutidos, argumentados, y, sobre todo, representados, esto es, comunicados a una audiencia y evaluados en términos de autenticidad” (p. 180).
Pero, más allá de esta verbalización de las emociones, posible en gran medida gracias al lenguaje técnico de la psicología, lo que presta a este lenguaje su indudable fuerza cultural es la narrativa terapéutica que está en su base. Al centrar la atención sobre el yo, y proponer como meta un ideal, naturalista pero inalcanzable, de salud, presta un hilo conductor, teñido de victimismo y heroicidad, a las biografías más ordinarias.
Listo para la exhibición pública
“Como ningún otro lenguaje cultural, el lenguaje de la psicología mezcla emocionalidad privada y normas públicas –escribe Illouz–. El lenguaje de la psicología ha codificado el yo privado y lo ha convertido en algo listo para escrutinio y exhibición pública. Este mecanismo puede transformar el sufrimiento en victimismo y el victimismo en una identidad. La narrativa terapéutica nos llama a mejorar nuestras vidas, pero lo hace invitándonos a fijarnos en nuestras deficiencias, sufrimientos y disfunciones”.
“Al hacer de este sufrimiento una forma de discurso público en la cual uno debe exponer a terceros las heridas que le han infligido otros, uno se convierte ipso facto en una víctima pública, alguien cuyo daño psíquico apunta a las injurias perpetradas por otros y que adquiere un estatuto de víctima en el mismo acto de contar a otros, en público, las injurias sufridas” (p. 185).
Illouz no se equivoca cuando analizando estas narrativas contemporáneas descubre en su base una problemática idea de responsabilidad, según la cual uno sería responsable del propio futuro, pero no del propio pasado; idea que refleja, por lo demás, un nuevo modelo de subjetividad: pasiva, en la medida en que se define por las heridas recibidas por otro, pero activa, en la medida en que experimenta la fuerte exigencia de cambiar; un yo, en suma, que se considera a sí mismo responsable de su propia auto-transformación, pero no se considera moralmente responsable de sus deficiencias (p. 186).
Desde sus primeras páginas, dedicadas a cuestiones metodológicas, hasta la última, en la que plantea abiertamente el concepto de subjetividad implícito en la cultura terapéutica emocional, el libro de Illouz no puede ser más interesante. Ciertamente, si su diagnóstico parece particularmente apto para describir las transformaciones culturales experimentadas por la sociedad americana a lo largo del siglo XX, la misma difusión global de este estilo de vida, me lleva a pensar que nos hallamos ante una nueva vuelta de tuerca del proceso de secularización, que, en clave psicologista, plantea la posibilidad de una cultura auto-redentora.
En este punto, se plantea la interesante cuestión de hasta qué punto las culturas locales, que tradicionalmente afrontaban la experiencia con claves religiosas –de ahí la originaria relación entre culto y cultura–, pueden asimilar ese lenguaje naturalista en el modo de enfocar la identidad, la familia, la empresa, sin traicionarse a sí mismas. Como siempre, evitar que el dilema se plantee en estériles términos excluyentes –o tradición, o modernidad– exige mucho estudio y discernimiento.
Como sugiere el propio título de su libro –“Salvar el alma moderna”–, el lenguaje terapéutico se ha constituido en muchos casos en una especie de sustitutivo (fraudulento) de los referentes no sólo religiosos sino morales, con los que acometer la tarea de articular la propia identidad y modo de vivir en el mundo.
Freud en la cultura popular
Eva Illouz, socióloga, es profesora del Departamento de Antropología de la Universidad de Jerusalén, y ha tratado también esta temática en Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo (Katz, 2007).
En la introducción, Illouz se pregunta a qué se ha debido el “éxito” de la psicología, especialmente en América. Y hace notar que las ideas “más exitosas” son aquellas que satisfacen tres condiciones: a) tienen sentido dentro de la experiencia social de la gente (rápidas transformaciones económicas, patrones demográficos, flujos de inmigración, movilidad social, ansiedad por el estatus); b) proporcionan pautas directivas acerca de áreas de la conducta social afectadas de ambigüedad o conflicto (sexualidad, amor, éxito económico); c) deben institucionalizarse y circular por redes sociales (p. 20).
La confluencia de esos tres factores explica el llamativo impacto de Freud en la cultura americana. Illouz se refiere particularmente a las conferencias Clarke dictadas por el austriaco en 1909. A partir de ahí, el psicoanálisis se desarrolló rápidamente en América, porque coincidió con un momento de transformación social con impacto sobre la familia, la sexualidad, las relaciones de género, todo lo cual hizo a los americanos particularmente receptivos a las categorías –metáforas– freudianas. Por otra parte, los modelos psicológicos de Freud se hacían accesibles en un lenguaje híbrido, que combinaba nociones populares de curación con el lenguaje legitimador de la medicina y la racionalidad científica (p. 35).
¿En qué punto conectaron los americanos su experiencia con el lenguaje del psicoanálisis? Illouz sugiere que las claves de esta influencia deben buscarse, por una parte, en la atención de Freud a fenómenos insignificantes de la vida ordinaria, que a la luz de sus teorías parecían de pronto repletos de significado –los sueños, los deslices verbales– y por eso mismo merecedores de escrutinio sin precedentes; por otra parte, en el hecho de que la familia –los traumas familiares– desempeñaran un papel tan importante en las explicaciones freudianas del desarrollo psicológico; igualmente, el hecho de que el psiconálisis se presentara a sí mismo conforme a los patrones de una “narrativa de la salvación”, en el sentido de que en todo relato psicoanalítico hay una meta –la salud mental–.
Precisamente esta última referencia a la salud como meta es tal vez uno de los aspectos más reseñables: con Freud se difuminan las fronteras entre lo normal y lo patológico, hasta el punto de que lo que anteriormente era posible designar como “salud” o “comportamiento normal”, se patologiza (p. 44), y así desde entonces, la normalidad es mirada con sospecha. Por lo demás, otro factor relevante a la hora de explicar la receptividad a Freud fue la insistencia en el placer sexual, como un objetivo igualmente perseguido por hombres y mujeres.
Illouz hace notar que fue la recepción de todas estas ideas dentro de un ideal cultural anterior, romántico, muy arraigado en la mentalidad americana, y que se puede describir como la “búsqueda de uno mismo”, lo que prestó al psicoanálisis un impulso peculiar en aquella tierra.
Sobre esta base, el modelo terapéutico de comprensión de sí mismo adquirió rápidamente gran popularidad gracias a los medios de comunicación, particularmente la literatura de autoayuda, el cine y la publicidad –vías que Illouz ilustra de manera persuasiva–.
El “ethos” terapéutico entra en la empresa
El capítulo que a mi juicio resulta más esclarecedor es el que lleva por título “From homo œconomicus to homo communicans”, en el que Illouz se refiere al impacto de los psicólogos en la empresa americana. En particular, a partir de los experimentos con los que Elton Mayo revolucionó la teoría del management y el liderazgo, inaugurando la Escuela de relaciones humanas.
Como es sabido, entre los años 1924 y 1927 Mayo llevó a cabo un célebre experimento, en los talleres de la Hawthorne Western Electric Company, por el que demostró que la productividad aumentaba si se cuidaban aspectos emocionales y de relación, atendiendo a los sentimientos de los empleados. Como lúcidamente apunta Illouz, con ello se introducía un giro significativo: en lugar del precedente lenguaje victoriano que enfatizaba la necesidad de “carácter”, Mayo empleaba el lenguaje científico y amoral de la psicología, que permitía comprender las relaciones humanas como problemas técnicos, susceptibles de solución con sólo disponer del conocimiento apropiado (p. 69).
“A partir de los años 30, casi todos los libros de management enfatizaban el valor del lenguaje positivo, la empatía, el entusiasmo, la afabilidad y la energía, y los libros más recientes abogaban por una mezcla de espiritualidad y llamamiento terapéutico a despejar ansiedades, cuidar el yo y cultivar pensamientos positivos acerca de uno mismo y de los demás… En efecto: la energía positiva, manifestada en el hecho de presentarse a uno mismo con una actitud entusiasta y aparentemente libre de problemas, es otro atributo importante del manager, cuyo auto-control debe ser siempre personal y afable” (p. 81).
Con ello inaugura lo que Illouz denomina “estilo terapéutico emocional”, uno de cuyos efectos indirectos ha sido la progresiva redefinición de la masculinidad dentro de la empresa: “La psicología –escribe– ha transformado profundamente la cultura emocional del lugar de trabajo en el sentido de que ha hecho que la cultura emocional de hombres y mujeres converja progresivamente hacia un modelo andrógino común” (p. 15).
El estilo de management promovido por Mayo fomentaba una forma de sociabilidad basada en la comunicación, sin dejar por ello de reforzar el fuerte individualismo característico del homo œconomicus. Este sigue buscando su propio interés, con la particularidad de que ahora ha descubierto que la promoción de su propio interés depende de mantenerse dentro de una red de influyentes relaciones sociales, y, por tanto, de adoptar las adecuadas estrategias comunicativas, esto es, convertirse en un homo communicans. En este contexto, el único imperativo es mantener relaciones fluidas con todos, para lo cual se impone evitar a toda costa la expresión de emociones presuntamente “negativas”.
Una forma sofisticada de domesticación
De este modo, el ethos terapéutico fomenta una aproximación formal, procedimental a la propia vida emocional, que contrasta con una visión de las emociones en la que se atiende a sus contenidos sustantivos. En efecto: la vergüenza, la ira, la culpa, el honor ofendido, la admiración, son emociones bien distintas entre sí, definidas por un contenido moral y por una visión sustantiva de las relaciones humanas; pero todos estos matices se difuminan en la medida en que el ethos terapéutico, preocupado sobre todo por el control de las emociones que perturban la paz social, las concibe como signos de inmadurez o disfunción emocional.
El pensamiento de que algunas emociones son manifestaciones adecuadas ante la percepción de la injusticia, o que en ocasiones, precisamente por motivos de justicia es preciso cuestionar la paz social, simplemente desaparece del horizonte. Quien cuestiona la paz social, movido por ciertos principios o por una cuestión de honor, simplemente es considerado inmaduro e irracional, incapaz de pensar estratégicamente y de salvaguardar su propio interés. De este modo, convirtiendo en psicológicamente problemática a la persona que plantea un problema, se desvía la atención del problema objetivo que ésta pudiera plantear. A mi modo de ver, semejante neutralización psicologista de todo contenido moral y veritativo no constituye sino una forma sofisticada de domesticación y dominación.
En todo caso, en la medida en que el único imperativo absoluto del estilo terapéutico emocional, alentado por la psicología, es el de controlar las emociones con el fin de comunicarse con una amplia variedad de personas (p. 103), dicho estilo ha llegado a constituir un nuevo criterio de estratificación cultural.
Este criterio sirve a la definición de una peculiar forma de competencia: la competencia emocional, o la capacidad de desplegar un estilo emocional definido y legitimado por los psicólogos, los cuales mediante el recurso a la “inteligencia emocional” han formalizado y codificado estas competencias conforme a las necesidades del mercado.
“El capitalismo contemporáneo –escribe Illouz– requiere habilidades simbólicas y emocionales que le ayuden a uno a tratar con una variedad de personas y situaciones sociales en mercados complejos, variables e inciertos. La inteligencia emocional refleja el estilo emocional y los modelos de sociabilidad de las clases medias, cuyo trabajo en la economía capitalista contemporánea requiere una cuidadosa gestión del yo; sujetos que son estrechamente dependientes del trabajo en equipo, que constantemente evalúan a otros y son evaluados por ellos, que se mueven en largas cadenas de interacción, que se encuentran con una amplia variedad de personas pertenecientes a grupos muy diversos, que deben ganar la confianza de otros y, quizás, de todos, que trabajan en ambientes en los que los criterios de éxito son contradictorios, elusivos e inciertos” (p. 216).
La colonización de la familia por la terapia
Un impacto no menor ha tenido la adopción del lenguaje psicológico en el seno mismo de la familia. Illouz sintetiza estas transformaciones en la irrupción de un nuevo ideal de vida conyugal y familiar: la intimidad, un ideal que, a causa de su misma indefinición, fácilmente puede convertirse –como bien observa Illouz– en un ideal tiránico, contra el que se miden inconscientemente las relaciones. Esto constituye un motivo más para entregarse en manos de los “expertos” en emociones, a quienes correspondería definir los umbrales de intimidad por debajo de los cuales una relación es “problemática”.
En efecto: el modelo comunicativo promovido por el ethos terapéutico emocional estipuló que un buen matrimonio es aquel en el que hombre y mujer podían verbalizar y hablar acerca de sus necesidades y desacuerdos (pp. 132-3). En este sentido, la masiva difusión del “ethos terapéutico emocional” explica que ahora dispongamos de un rico y elaborado vocabulario de las emociones, que, en parte, ha servido al propósito de estandarizar y racionalizar la vida emocional.
Conviene notar, sin embargo, que implícito en este modelo se encuentra el mismo concepto individualista del ser humano, centrado en sus deseos, necesidades e intereses, que hemos observado en el ámbito de la empresa. En realidad, como apunta Illouz, “este nuevo modelo de intimidad encajó de contrabando en el dormitorio y la cocina el lenguaje liberal y utilitarista de derechos y negociaciones propio de la clase media, introduciendo formas y normas públicas de discurso donde hasta ese momento habían prevalecido la reciprocidad, el sacrificio y la donación. Del mismo modo que el ethos terapéutico había implantado un vocabulario de emociones y la norma de la comunicación dentro de la empresa, empleó una aproximación racional y casi económica a las emociones dentro de la esfera doméstica” (p. 130).
Vemos, así, cómo poco a poco el lenguaje psicológico ha ido institucionalizándose y conquistando esferas cruciales de la vida humana.
Cultura terapéutica, cultura del victimismo
La extensión indiscriminada del concepto de salud hasta abarcar el “completo bienestar físico, psíquico y social”, constituye la trama en torno a la cual se articulan muchas vidas contemporáneas.
En este sentido, es mérito de Illouz el mostrar que la cultura terapéutica, cuya vocación primaria, en teoría, es “curar”, genera por sí sola una estructura narrativa en la que el sufrimiento y el victimismo son rasgos definitorios del yo. La narrativa de auto-ayuda, que hoy tanto prolifera, es deudora, en el fondo, de una narrativa del sufrimiento (p. 173).
En efecto: “al plantear como objetivo un ideal de salud indefinido y expansivo, todos y cada uno de los comportamientos pueden ser catalogados, por el contrario, como ‘patológicos’, ‘enfermos’, ‘neuróticos’, o, más simplemente, ‘disfuncionales’ o ‘no-autorrealizadores’. La narrativa terapéutica plantea como meta del yo el alcanzar la ‘normalidad’, pero como esta meta nunca recibe un contenido positivo, de hecho produce una amplia variedad de personas no realizadas y, por ello mismo, enfermas. La narrativa de autoayuda no es el remedio para ningún fallo o miseria; más bien, la misma insistencia en perseguir niveles de salud y auto-realización cada vez más altos, produce narrativas de sufrimiento” (pp. 176-7).
De esa simbiosis se nutre hoy una poderosa industria, que va desde los consejos dispensados en las revistas populares, hasta los libros de auto-ayuda, y que constituye asimismo la materia favorita de muchos talk-shows. Pues “la narrativa terapéutica constituye las emociones en objetos públicos que han de ser expuestos, discutidos, argumentados, y, sobre todo, representados, esto es, comunicados a una audiencia y evaluados en términos de autenticidad” (p. 180).
Pero, más allá de esta verbalización de las emociones, posible en gran medida gracias al lenguaje técnico de la psicología, lo que presta a este lenguaje su indudable fuerza cultural es la narrativa terapéutica que está en su base. Al centrar la atención sobre el yo, y proponer como meta un ideal, naturalista pero inalcanzable, de salud, presta un hilo conductor, teñido de victimismo y heroicidad, a las biografías más ordinarias.
Listo para la exhibición pública
“Como ningún otro lenguaje cultural, el lenguaje de la psicología mezcla emocionalidad privada y normas públicas –escribe Illouz–. El lenguaje de la psicología ha codificado el yo privado y lo ha convertido en algo listo para escrutinio y exhibición pública. Este mecanismo puede transformar el sufrimiento en victimismo y el victimismo en una identidad. La narrativa terapéutica nos llama a mejorar nuestras vidas, pero lo hace invitándonos a fijarnos en nuestras deficiencias, sufrimientos y disfunciones”.
“Al hacer de este sufrimiento una forma de discurso público en la cual uno debe exponer a terceros las heridas que le han infligido otros, uno se convierte ipso facto en una víctima pública, alguien cuyo daño psíquico apunta a las injurias perpetradas por otros y que adquiere un estatuto de víctima en el mismo acto de contar a otros, en público, las injurias sufridas” (p. 185).
Illouz no se equivoca cuando analizando estas narrativas contemporáneas descubre en su base una problemática idea de responsabilidad, según la cual uno sería responsable del propio futuro, pero no del propio pasado; idea que refleja, por lo demás, un nuevo modelo de subjetividad: pasiva, en la medida en que se define por las heridas recibidas por otro, pero activa, en la medida en que experimenta la fuerte exigencia de cambiar; un yo, en suma, que se considera a sí mismo responsable de su propia auto-transformación, pero no se considera moralmente responsable de sus deficiencias (p. 186).
Desde sus primeras páginas, dedicadas a cuestiones metodológicas, hasta la última, en la que plantea abiertamente el concepto de subjetividad implícito en la cultura terapéutica emocional, el libro de Illouz no puede ser más interesante. Ciertamente, si su diagnóstico parece particularmente apto para describir las transformaciones culturales experimentadas por la sociedad americana a lo largo del siglo XX, la misma difusión global de este estilo de vida, me lleva a pensar que nos hallamos ante una nueva vuelta de tuerca del proceso de secularización, que, en clave psicologista, plantea la posibilidad de una cultura auto-redentora.
En este punto, se plantea la interesante cuestión de hasta qué punto las culturas locales, que tradicionalmente afrontaban la experiencia con claves religiosas –de ahí la originaria relación entre culto y cultura–, pueden asimilar ese lenguaje naturalista en el modo de enfocar la identidad, la familia, la empresa, sin traicionarse a sí mismas. Como siempre, evitar que el dilema se plantee en estériles términos excluyentes –o tradición, o modernidad– exige mucho estudio y discernimiento.
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